Vivir en una isla es una experiencia diferente, única, irrepetible. No basta con verla una vez en la vida unos días o visitarla una semana al año, se tiene que vivir día a día. Tenerife es toda una incógnita todavía y llevo 28 años caminándola, surcándola, corriéndola, volándola. Para mí es el lugar para nacer y morir. Rodeada de playas de ensueño para regalar a los sentidos. Todas tan diferentes, tan entrañables, tan distintas. Son como las olas…no hay dos parecidas. Algunas playas son tan secretas que solamente pueden transitarse tras caminos pedregosos creados por los pies humanos al investigar. Otras se dejan ver y se lucen desde lejos; casi parece que hablan y te invitan a visitarlas. Aguas cristalinas de tonos que van desde el azul más marino al verde más cristalino. Pasan por todo tipo de tonos, con todo tipo de aguas y temperaturas. Frescas si da un poco el sol, heladas si las nubes la cubren, cálidas si la lluvia las ataca. Arenas blancas, negras, grises y marrones. De piedras, de guijarros, de rocas, de algas, de peces, de olas que van y vienen. Riscos imposibles con formas nunca imaginadas, barrancos que caen y terminan uniéndose a las olas, un sol que da calor, que pica, que templa, que calienta, que seca. Brisas marinas que nos hacen sentir vivos, sentir experiencias nuevas, respirar aire puro. Y el sonido del mar, no hay nada tan bonito como el sonido del mar. Para aquellos que nunca han tenido la oportunidad de escucharlo…no es como en las películas. Es intenso, es constante, es relajante. Entra por un oído y pasar por todo nuestro ser para que el cerebro se dé cuenta de lo afortunados que somos. Sin duda alguna para mí, mi sonido favorito es el del mar.
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