Una vez existió un muchacho, ciertamente tuve un muchacho...bueno, realmente nunca pude poseerlo. Aquel muchacho me hipnotizó con sus aires árabes y su acento entrecortado. No recuerdo si fueron semanas o meses, pero podría jurar que pasamos miles de amaneceres juntos. Pero cómo de codicioso puede ser el amor sí que podría medirlo. Nunca permití que la vida nos separa más de 13 milímetros. Quizás fue esa obsesión mía la que me dejó ahí fuera helado de frío aquella noche de noviembre. La lluvia me hizo engordar tres kilos al empapar mi ropa y lavar mi desolación. El que se va siempre volverá por su propio pie, pensé yo. Sin embargo, tan equivocado estaba que estas arrugas me han invadido sin traerme noticias de mi querido muchacho. Yo, impotente a la fuerza del espacio y el tiempo sigo bajando cada noche a esa calle en la que esperé y lejos de buscarlo entre la niebla...me paso las horas culpando a la lluvia por arrastrarlo lejos de mí. Y aunque suene suicida o absurdo, yo se que es culpa de la lluvia...la envidia de la lluvia....la siempre escurridiza lluvia. Sin tapujos ni dudas lo alejó de mí. Toda esta tristeza que me invade por culpa de la lluvia.
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