
Berlín no quiere sufrir. La anciana cuna del sufrimiento nació de la nada, creció con el nazismo y resurgió de sus cenizas. Cuando era una niña la violaron, pero no utilizando el sexo o el amor. La violaron con guerra, corrupción y dictadura. No pudo crecer ni avanzar durante años. Destrozaron todos sus vestidos, la cubrieron de llagas y heridas, sin alivio ni descanso. Ella tan sólo esperaba, que esas heridas se convirtieran en cicatriz. Gobernada, maltratada y manipulada, separaron su cuerpo de su alma, y las alejaron con un muro infranqueable, llamado el muro de la muerte. Durante lustros no pudo encontrarse a sí misma. No podía dormir, tan sólo escuchaba gritos, lamentos y despedidas.
Con cuatro banderas en sus extremidades, no pudo huir al país de nunca jamás, ni buscar cualquier otro lugar. Despreciada, evitada y rechazada por turistas, se rodeaba de curiosos que lamentaban su estado, pero no hacían nada para cambiarlo. Denominada el exilio de todo judío, gay o retrasado mental.
Con sueños de gloria y un puñado de valientes, le devolvieron lo que era suyo y reconstruyeron su imperio. El muro pasó a ser trozos de piedras en forma de souvenir y su grandeza se alzaba ante las palas y el hormigón. Una nueva era tras tal larga espera aguardaba su futuro. Enriquecida con centenares de culturas y un sinfín de nuevos hábitos. Con enormes y gruesos libros de historia, la pequeña niña se hizo mayor.
Sus cicatrices se convirtieron en anillos del tiempo que llevaba viva. La decoraban y hacían más bella e interesante. Sus calles volvieron a llenarse de transeúntes de todo el universo y su sabiduría impregnaba cada esquina de la nación. Se convirtió en uno de los pilares de la vieja Europa y demostró al mundo que aún es posible un mañana. Berlín lamentó su pasado, pidió perdón en el presente y vivirá un gran futuro. Berlín no quiere sufrir. Berlín dijo sí a vivir.
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